El silencio de los culpables

He tenido la oportunidad de visitar un par de veces, en Washington, DC, el Museo del Holocausto. En ambas ocasiones, lo que me ha producido más asombro y dolor no ha sido el nivel de la maldad aterradora a la que puede llegar el ser humano, sino la contraparte indispensable para que esa maldad prevalezca en el tiempo y en el espacio. Me refiero al silencio de los ‘buenos’.

La primera vez que recorrí este museo, vi cómo, mediante la apropiación sistemática de todos los espacios de poder, empezando por el más importante: la mente y la voluntad manipuladas por la propaganda Goebbeliana, Hitler escaló, en seis años, a la cúspide de la demencia totalitaria, pasando del hostigamiento y persecución de personas, por razones de etnia, discapacidad, condición sexual, etc, a su tortura y exterminación. Mientras esto ocurría, millones de ciudadanos en Alemania y en el resto del mundo, tomaban decisiones a diario: unos pocos excepcionales optaban por oponer resistencia y hacer toda clase de hazañas para proteger a los perseguidos. La masiva mayoría, en cambio, eligió la indiferencia. Si no les había llegado el turno de ser perseguidos, daban gracias a la deidad que tuvieran presente, y miraban para otro lado; si podían beneficiarse de sus contactos con el régimen, lo aprovechaban para hacer negocios; si estaban en el círculo íntimo del Führer, se sentían igual de predestinados que él para transformar Alemania en un imperio de 'hombres superiores'.

El sentido de conservación en la mayoría de la gente decente, demasiadas veces, los hace traicionar valores éticos básicos, como el de la solidaridad ante el abuso, el de la indignación ante lo cruel, el de la desobediencia a las leyes injustas. Resulta una mala jugada esta reacción de supervivencia, pues debería de generar el efecto contrario: en vez de callar, obligarnos a gritar ‘¡Basta!’; en lugar de mirar para otro lado, impulsarnos a querer investigar y exponer todo lo que está pasándonos, aquí mismo, mientras bajamos la cabeza y cerramos los ojos. Porque si creemos que es peligroso levantar la voz y la protesta, sepamos que mucho más temerario es callar. Podría llegar un momento en que el silencio y el anonimato sean las mejores armas del represor para eliminar nuestros derechos, sin que nadie se entere. El silencio nos hace invisibles, nos vuelve ausentes, nos oculta entre las cifras, de votantes, de subempleados, de víctimas de la inseguridad. Mientras menos nos hacemos oír, menos existimos. La indiferencia es la tumba de nuestra humanidad. 

Pero lo peor del silencio es que nos condena. No hay silencio inocente. A lo sumo, silencio cobarde, indulgente, cómodo, pero siempre culpable. 

Al final del recorrido en el museo, cada persona que llegó en busca de respuestas sale con una inevitable pregunta: ¿Cómo pudo pasar esto? ¿Cuál es la responsabilidad individual de los testigos mudos de un país que se descompone hasta llegar al genocidio? La respuesta está ahí mismo, en una frase que lo dice todo: "What you do matters.", que podría traducirse como “Lo que haces importa."

(Publicado originalmente en El Universo, el domingo 9 de febrero de 2014).

Anterior
Anterior

Humor libre

Siguiente
Siguiente

Martha Roldós y el Innombrable