La censura

Están entre nosotros, de manera física y virtual, asisten a los mismos lugares de reunión, incluso organizan pomposas galas, donde lucen su nuevo y rápido enriquecimiento. Matriculan a sus hijos en colegios exclusivos, ahora también controlados por su líder. Compran su ropa y sus zapatos de diseñador en el ‘imperio’, de donde también importan cada año sus Porsches y BMWs, elegidos con su exquisito gusto revolucionario. Son cada vez más. Son cada vez más jóvenes.

Estos que describo también se convierten, súbitamente, en prósperos empresarios, con millonarias inversiones en inmuebles y franquicias (también del ‘imperio’ –¡qué cosa tan rara!–) ubicados en las zonas urbanas más vilipendiadas por su amado caudillo.

La clase alta, la élite social de la que tal vez nunca fueron parte, o ahora lo son más, reacciona con cómplice aprobación y los recibe con los brazos y bolsillos abiertos. Si antes estaban quebrados y endeudados, ahora tienen el dinero de otros, y pueden hacer buenos negocios, o tal vez malos, qué importa, el capital lo pusimos –sin saber y sin querer– todos nosotros. 

Estoy hablando de los 'cleptómanos' de terno y corbata, que, habiéndose destacado en el sentido contrario de quienes han investigado y denunciado la corrupción, están más libres que nunca. Estos flamantes cortesanos son los nuevos ricos y los más ricos que nunca. Muchos de ustedes los conocen, tienen sus números grabados en sus iPhones, y sus emails también.

Y no pasa nada, hace más escándalo un divorcio por infidelidad, una salida del clóset de un gay, que la corrupción galopante de sus conocidos. ¿Qué tan ínfima es nuestra clase alta? ¿Qué tanto se debe tener oculto bajo la alfombra para no condenar la cleptocracia? ¿O es más bien un “si estuviera en su lugar haría exactamente lo mismo”?

¿Para qué sirven las élites de un país? Idealmente sirven para impulsar y aplaudir lo ético y lo innovador, y para reprobar lo deshonesto y lo retrógrada. Por supuesto no estoy hablando solo de las élites económicas, sino de las intelectuales, académicas, éticas, artísticas. Pero creo que en el caso de estos atracadores, a quienes la injusticia y el buen reparto los ha dejado ostentar el producto de sus desfalcos, son sus pares sociales los que mejor podrían ejecutar el escarnio público que, con tanto esmero, se han ganado. 

Ni afrenta ni indiferencia, la 'crema y nata' los premia y solapa con un espaldarazo.

La censura está ausente hasta en el mundo virtual y frecuentemente anónimo de las redes sociales. Sigo una lista de ‘funcionarios y políticos’ en Twitter, donde veo a estos ‘señores’ participar con frescura y desfachatez. Tienen miles de seguidores; sus perfiles dicen cosas como “católico, guayaquileño, barcelonista, casado, 6 hijos”. No dicen nada de sus millones mal habidos, tampoco es necesario.

Comentan, a toda hora, sobre fútbol y espectáculos, lo de ellos ya no es ni la política ni la economía, ni nada que no sea entretenimiento. Nos han robado lo suficiente como para no tener que volver a trabajar un día más. Y no pasa nada.

(Publicado el 22 de agosto de 2013, en El Universo).

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